05 febrero 2007

Vida Cubana

Parece ser, y no son pocos los que me lo han dicho, que en el cielo no hay alcohol, ni mujeres, ni pastillas de color. Así son las cosas en ese sitio lejano y lleno de nubes y nubarrones.
¿Cómo estáis? Yo no puedo estar mejor, ya llevo un mes en Cuba, desde las vacaciones navideñas, y la cosa va cada vez mejor y mejor. Totalmente hecho a la vida en la escuela, me siento como en casa, ahora ando escuchando jazz mientras os escribo estas líneas, después de una duchita bien reconfortante, tras un fin de semana muy distinto a todos los anteriores.
El que os escribe tiene toda la cara bien rojita, ya que he estado todo el fin de semana en la playa, en una de esas playas que salen en las fotos de las revistas de las salas de espera de los dentistas. Una playa de aguas transparentes y arena bien blanquita.
Partimos el sábado a las nueve de la mañana, con una resaca en el cuerpo importante, porque el viernes hicimos fiesta reggae en la escuela y estuve poniendo música hasta que dejé el paso al siguiente y me abracé a los mojitos, así que el sábado amanecí algo mareado, pero con muchas ganas de playa. Después de tres horas de autobús, llegamos a Guamá, un pueblecito pequeñín y muy acogedor, todo el día tirado en la playa, relajando el cuerpo y comiendo bistecs de cerdo cuando el hambre acechaba.
La gente de los pueblos de Cuba no tiene nada que ver con la gente de la Habana, son mucho más solidarios y familiares. El sábado por la noche, después de haber estado todo el día tirados en la arena, nos dimos cuenta de que no teníamos sitio donde dormir, así que fuimos preguntando casa por casa, hasta que encontramos una familia que nos dio de cenar y nos alquiló una casita que tenían vacía, así de fácil. Esta mañana compramos huevos, jamón, fruta bomba, naranjas, y nos hicimos un desayuno de los que marcan toda una época, para luego ir a reposarlo de nuevo a la playa. Un fin de semana de lo más tranquilo.
Ahora son las 11.30 de la noche, recién llegado a la escuela, una duchita y un poco de vino con queso manchego, un cigarrito y tecla que te tecla frente al ordenador, con ganas de saber de todos vosotros. Tan solo decir que pronto haré una visitilla a esa tierra que me vio nacer, una visita rápida y esporádica, una semana no más, aun queda más de un mes, pero por allí me volveréis a ver el pelo seguramente. Será justo antes del ejercicio de tres minutos, que grabaremos en abril creo, un ejercicio que nos trae a todos un poco locos, en cine, por fin, 16 milímetros, que no es poco. Ya tengo el guión medio terminado, la historia de un mimo enamorado seguramente.
¿porqué un mimo enamorado? Porque yo siempre he sido un poco payaso, y estoy enamorado, no hacen falta más explicaciones. Sigo con la chica más linda de todo Brasil, y estamos mejor que nunca, no paramos de reír, lo cual es buena señal, yo no se si se ríe de mi o conmigo, pero verla reír es increíble, así que no pido nada más.
Bueno no tengo mucho más que decir, porque el sol y el salitre me han dejado bien cansadete, y este vaso de vino ya es el preludio para agarrar la almohada con fuerza, así que aquí me despido.
A continuación os dejo la primera entrega de la vida de Ramiro Romanones Embriones, un tipo interesante donde los haya.
Un beso para ellos y un abrazo para ellas.
Se os quiere



Es la historia de Ramiro Romanones la que me cautivó estando en la hamaca tumbado y rascándome ese punto intermedio entre el ombligo y las rodillas, para ser más exactos, el muslo derecho.
Ramiro siempre fue un buen chico, nació en la calle de Alcalá, su madre, que siempre fue una señora de muchas prisas, lo parió allí mismo, haciendo la cola de la pescadería. Preguntada la susodicha contestó, y vaya si contestó, que llevaba tres cuartos de hora haciendo cola para comprar un filete de gallo y cuarto de kilo de merluza (mentira, y mentira gorda, dijo merluza porque la impresionaron los flashes de los micrófonos, pero realmente ella iba a por pescadilla) y que justamente en el momento justo en el que ella iba a poder adquirir dichos productos acuáticos, uséase peces, Ramiro Romanones trataba de hacerse un hueco con la coronilla por entre los gruesos muslos de ella, que aún no la hemos presentado, Cayetana Embriones (aunque la gente la conoce más por "esa"). Ya me imagino la sonrisa de medio lado del lector al adivinar el nombre completo del bueno de Ramiro, si así es, Ramiro Romanones Embriones, ¿y qué? No por llevar ese nombre Ramiro iba a permitir que el mundo se riera de su persona, y mucho menos de sus orejas, porque así es, Ramiro tenía unas orejas bien grandes. ¿Acaso ese dato sirve de algo para el relato? No, pero es algo que no se puede eludir al pensar en Ramiro Romanones Embriones. ¿Acaso el hecho de haber nacido en la cola de una pescadería de la calle de Alcalá influyó en algo en el desarrollo de los aconteceres? Tal vez, o tal vez no, pero si le creó un trauma subconsciente al bueno de Ramiro, desde ese día se convirtió en un vegetariano de esos que comen carne pero no toman pescado, y mucho menos huevas, que ya os estoy viendo venir con la típica preguntita de los cojones ¿y huevas, come huevas? No, no come huevas y punto pelota.
Espero que hasta aquí esté todo claro, porque no pienso repetirlo ya que no me acuerdo de lo que he dicho. Pero es en este punto y solo en este punto cuando uno puede pasar al siguiente párrafo.
Ramiro creció en un ambiente extraño, su madre Cayetana, prostituta de vocación pero monja por elección popular crió a su hijo a escondidas en el convento. Hasta los dieciséis años Ramiro creció en el armario de su madre, escondido entre un montón de sábanas (blancas) dobladas de manera muy meticulosa. Su madre solo le dejaba salir de la oscuridad del armario por las noches, cuando todas las hermanas se hubieran acostado ya, pero Ramiro rehusaba este ofrecimiento, alegando que se encontraba muy a gusto entre ese montón de sábanas (blancas) dobladas de manera muy meticulosa.
Fue a la edad de dieciséis años cuando Ramiro no pudo soportarlo más y salió del armario, por primera vez en su vida (se que es triste tan solo haber conocido la cola de una pescadería y un montón de sábanas (blancas) dobladas de manera muy meticulosa, pero ya sabemos que Ramiro tenía las orejas bien grandes, y eso le distraía), la razón de su escapada no podía ser otra, Ramiro se estaba meando y no aguantaba más. Así que salió, vaya que si salió, y no solo salió, sino que no volvió a entrar. Ramiro corrió hasta el baño y al ver que no llegaba al w.c. apiló una gran cantidad de libros frente al lavamanos hasta que consiguió subirse a éste, y una vez arriba, orinó en todas las direcciones, llevaba dieciséis años aguantando las ganas, así que podéis imaginar el desastre que esa acción originó. Ríos de orín corrían por el convento, una riada que rompió puertas y ventanas, y arremetió contra los transeúntes y los viandantes que transunían y viandaban. De allí viene la famosa expresión "mear como Ramiro".
Fue de esta manera como Ramiro pudo ver por fin la luz del sol, y a punto estuvo de quedarse ciego de tanto mirarla, pero no, si Ramiro tenía algo era instinto, así que decidió que no miraría la luz del sol más de diez minutos seguidos, descansaría otros diez y volvería a mirar otros diez, así sucesivamente, y así fue como pasó los siguientes tres meses de su vida, tumbado en el césped abriendo los ojos cada diez minutos, una vida apasionante la de este hombre.
Una mañana nublada Ramiro por fin se levantó y muy enérgicamente se volvió a tumbar.
Otra mañana se dijo a sí mismo, hablando hacia dentro, Ramiro, tienes que hacer algo, así que se comió un helado y se mordió las uñas de los pies, Ramiro avanzaba lento pero seguro.
Finalmente tomó la opción más fácil, se alistó en la marina de los Estados Unidos, si señor Ramiro, eso es tomar decisiones, se decía mientras mataba amarillos. Pero todo el mundo sabe que nunca se matan tantos amarillos como uno desearía, así que Ramiro poco a poco se fue desencantando de la situación, en cierto modo echaba de menos el montón de sábanas (blancas) dobladas de manera muy meticulosa, aunque sabía que ya no era el mismo, y que nunca más podría volver al armario que tantas alegrías le dio en otros tiempos. Así que Ramiro hizo lo que tenía que haber hecho hace mucho, se fue a comer a un restaurante chino, de esos que te dan una toallita sucia pero humeante para que te laves las manos antes de comer. De esta manera trataba de hacer las paces con todo un continente, si lo consiguió no lo sabemos, lo que si sabemos es que allí fue donde conoció a Maria Eugenia, una gallina que comía en la mesa de al lado, y a la que Ramiro, tras varios guiños y besos lanzados, consiguió enamorar para luego ser el padre de cuantos huevos ella pusiera.
Fueron años felices, Ramiro y Maria Eugenia paseaban por las mañanas y cacareaban por las tardes. A veces se daban piquitos y otras veces comían gusanos. Pero como todo el mundo sabe y el que no lo sepa que lo apunte, el amor es eterno mientras dura, y una mañana, Ramiro, sintiendo que su amor se había esfumado, degolló a Maria Eugenia, la desplumó y la cocinó al chilindrón. Qué lleva el chilindrón no lo tengo aún muy claro, pero creo que lleva huevo duro y que es amarillo, si alguien quiere que ponga en el google "chilindrón" y que luego me cuente, aunque a mí, plin.
Tras la ruptura Ramiro se sintió durante los primeros días como un pajarillo en libertad, iba y venía a su antojo, había días en los que se levantaba y decía, hoy no me voy a hacer la cama, y no se la hacía el muy pilluelo. Otros en cambio se acordaba de los buenos tiempos con Maria Eugenia y se sentía un poco desgraciado, la verdad es que siempre ha sido un desgraciado, pero no se paraba muy a menudo a pensar en ello, pero sí, el tipo era un desgraciado de tomo y lomo. Ramiro se dijo a sí mismo, de nuevo hablando hacia dentro, que eran momentos de cambio, que tenía que tomar una decisión drástica, así que se fue a ver al Dalai Lama y se convirtió al budismo. Ramiro siempre recordará esta época como algo especial, de día miraba una piedra, y por las noches la piedra le miraba a él, Ramiro comprendió que todo está en el vacío y que el vacío está en todo, incluso le dijo al Dalai Lama que le podía pegar con un garrote en la cabeza y que a él, Ramiro, no le dolería ya que el garrote estaba hecho de nada y la nada no era más que nada, el maestro le corrió a boinazos y Ramiro tuvo que huir, se dio cuenta de que no había comprendido nada sobre la nada.